Aunque no lo parezca, una también se sube a la bici de vez en cuando. Y no siempre sola.
Tener dos vástagos me ha hecho probar todo tipo de soluciones para llevarles en la bici, generalmente en vacaciones desde el apartamento hasta la playa.
He probado de todo: la barra que engancha la rueda delantera, la silla trasera, la que va sujeta al manillar…. Y mi recomendación es clara: mejor os esperáis unos añitos a que los críos cojan suficiente soltura para ir ellos solos.
Cuando les llevaba en la silla trasera, el primer problema es que no sabía qué hacer con la bolsa de la playa por estar el transportín ocupado. Así que me ponía la mochila por delante, luego me compré una cesta… acabé pareciendo un sherpa en bici. Opté por llevar un único bañador, una capa de crema solar puesta como si fuera una escayola, gastarme una pasta en el chiringuito para comprar agua y Cheetos a modo de merienda y mangar los juguetes de playa al pobre niño incauto que hubiera por ahí.
Así, más ligera de equipaje ya podía yo manejar mi bicicleta (que mi cicloesposo llamaba cariñosamente “Hierro”) y llevar el niño atrás. Pero el niño se quedaba dormido con el paseo en bici y me daba de cabezazos en la espalda una y otra vez hasta que Morfeo le hería de muerte y se descolgaba por un lado del asiento del infierno que venden en el Decatlon.
Así que con el segundo cambié de sistema y puse la silla delante. “Mira qué bien, va entretenido, mirando a la calle y, si quiere, se apoya y se duerme en la bandeja”. Con lo que no contaba es con que, al dar pedales, tenía que abrir yo las piernas tanto como si acababa de tener al crío. Además, cuando eres un bebé, el paseíto en bici en verano da sueño vayas como vayas y, si bien los cabezazos los daba ahora contra la bandeja, la cabeza se le descolgaba igual que a su hermano. Así que yo tenía que sujetársela con una mano mientras que con la otra tocaba el timbre y gritaba cual director de carrera cada vez que el mayor se acercaba a un coche. Todo esto, ahora sí, con una mochila repleta de cacharros para la playa (que digo yo por qué no seguí mangando las cosas a los de mi alrededor).
Cuando el mayor ya aprendió a ir en bici, como la playa estaba lejos, compramos un mecanismo tipo remolque, también conocido como la barra del infierno. Es un aparato con el que sujetas la rueda delantera de la bici del niño a la tija de la tuya, de manera que, si quiere, él no da un solo pedal mientras tú vas doblemente cargada con tu bicicleta (¿os he dicho que es de hierro puro?). Además, no sé qué hacía el jodido niño que iba medio tumbado hacia un lado, yo lo compensaba inclinándome hacia el otro lado de manera que parecía que estábamos ensayando un número de circo. Gracias Wallapop por encontrar tan rápido un incauto al que encasquetárselo.
Afortunadamente ya los dos montan en bici, he aprendido que lo que hay en la playa es de todos y si el pequeño se cansa tiro de él y su bici con unas gomas de compensación tan ligeras como baratas y con las que tienen que ayudarme a dar pedales quiera o no.
A todo esto os preguntaréis por qué el cicloesposo no participa de estos días de bici y playa. Yo también. El único día que conseguí que fuera a la playa no se metió en el agua porque al parecer es mala para las piernas. Además, puso la bicicleta junto a la sombrilla para que no se la robaran, eso sí, después de llevarla en volandas desde el paseo marítimo cual Virgen del Rocío para que la pobre no sufriera con la arena. Así que no me lo peleo mucho. Él se va a subir puertos mientras yo me encargo de los vástagos, pero os aseguro que ni suda ni sufre tanto como servidora.